Juan Diablo o el demonio de la ceiba
La leyenda del demonio del árbol de la ceiba.
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JUAN DIABLO O EL DEMONIO DE LA CEIBA

Cuando comenzaba a correr la última década del siglo XVIII, se esparció entre los habitantes de Villahermosa, la historia de que, durante las noches obscuras, y aún en alguna clara de plenilunio, se aparecía el demonio al pie de la altísima ceiba (sobre la hoy avenida 27 de Febrero), tal vez ya desde aquellos días años y venerable, a la vera del camino que une la capital del estado con la Villa de Atasta.

Los vecinos rezagados que, al caer la tarde, o ya entrada la noche, acertaban a pasar por aquel sitio temido por lo agreste y solitario en los tiempos en que ocurrieron los sucesos, apresuraban el paso procurando alejarse lo más pronto posible, al caer la oscuridad, se situaba al pie del corpulento árbol, un ser infernal de luenga cauda y ojos de lumbre, que impregnaba el contorno de un fuerte olor de azufre (que, como nadie ignora, es olor de infierno).

Llegó el suceso a noticia del entonces casi adolescente don José María Jiménez Garrido (el mismo que, andando los años, fuera perseguido y aun encarcelado por el Gobierno español de Tabasco, como conspirador y adepto decidido de la causa insurgente), personaje que desde joven se distinguió por su incredulidad respecto de todo lo sobrenatural, y una marcada tendencia a jugar malas pasadas, principalmente a hipócritas y farsantes, a quienes molestó con sangrientas ironías.

Estas características del joven Jiménez Garrido, unidas a un espíritu resuelto y a una inteligencia ágil y despierta, lo empujaban por manera irresistible hacia toda clase de aventuras. La noticia de las apariciones diabólicas desde luego le inspiró la idea y deseo de desenmascarar al sinvergüenza que, abusando de la credulidad popular, representaba aquella farsa, cuyos fines no se ocultaban seguramente a la perspicacia del mancebo.

Convocó varios de sus camaradas y amigos, los puso al tanto de lo que había imaginado, y guardó en secreto para el público; les dio las instrucciones que el caso exigía, y, una noche de aquellas de calma y bochorno, en que no se mueve ni una hoja, tan frecuentes en nuestras tierras tropicales del sureste, se ocultó entre las hierbas y plantas rastreras alrededor del tronco de la ceiba, habiendo antes distribuido en las cercanías, en posiciones y sitios estratégicos, a sus jóvenes camaradas, y esperó la llegada del demonio, pesadilla de los viandantes nocturnos.

Tal como el travieso mozalbete lo había previsto, ocurrió todo. Llegó sigilosamente al sitio escogido para sus diablura un individuo corpulento, de sospechosa catadura, que extrajo, de entre los matorrales una como pelliza confeccionada burdamente con yaguas ; se vistió con aquello, hizo lumbre con unas pajuelas y prendió un patul (candela de cera negra) que a prevención traía; metió esto den­ tro de un calabozo hueco o bux, en el que había hecho tres agujeros que fingían ojos y boca de lumbre, capaz de poner los pelos de punta a todo el que viera tal espanto entre las sombras de la noche.

Dejó el joven don José María que el supuesto rey de las tinieblas terminara con toda tranquilidad sus diabólicos preparativos, y cuando comenzaba a hacer visajes y despedir chispas por medio de un tubo de carrizo lleno de azufre y pólvora, saltó sobre sus espaldas y lo sujetó fuertemente entre los brazos, comenzando a gritar al mismo tiempo: “¡Muchachos, ya atrapé al Diablo, vengan a conocerlo, y sabrán cómo se llama!”

Acudieron presurosos los amigos del aprehensor del demonio, y enseguida reconocieron en el disfrazado a un arriero ladino llamado Juan, que, como su homónimo el se­villano, era uno de tantos tenorios de barrio, muy popular y conocido en el de Esquipulas.

Se averiguó, entendemos que por propia confesión de Juan Diablo (que con tal alias fue conocido en lo sucesivo el arriero), que usaba de aquella artimaña tan sólo con el inocente, y hasta laudable objeto, de espantarse las moscas o, en otros términos, de ahuyentar de aquellos contornos a todo bicho racional, para que le quedara el campo libre y poder así cómodamente, sin ser visto ni oído, llevar a feliz y delicioso término cierta aventura amorosa en que jugaba papel principal una garrida lavandera casada con viejo que, según el decir (Je ya inservibles donjuanes de aquellos lejanos días, llevaba con garbo y gentileza enaguas de indiana con orlas de filete y arandelas, y, “cuando era su tiempo,” un quemante contí de perfume capitoso en el seno, entre dos macizas y morenas turgencias.

Callamos el nombre de la aludida, aunque fue muy popular y sonado, guardamos una natural discreción y el respeto que toda dama inspira, sea de la clase social que fuere, así como por aquello de que en este linaje de asuntos puede publicarse el milagro, pero en jamás el nombre del santo.

 

Fuente:

  1. Justo Cecilio Santa-Anna (1979) Leyendas de Tabasco. Tabasco. Consejo editorial del gobierno del estado de Tabasco. Reedición.